domingo, 31 de enero de 2010

DIA CERO

A las nueve en punto, sonó el timbre de casa. Cuando abrí la puerta, lo primero que vi entrar fue la cabeza de una inmensa maza seguida de los dos especialistas portadores de pico, pala y demás material de microcirugía de alta precisión. Desembarcaron en mi –hasta entonces- flamante salón, y mientras uno de ellos se cambiaba de ropa, me fui con el otro a un importante almacén de material para efectuar las compras previas (plasticos y cartones de protección, sacos para el escombro, tres telesacos guantes, cinta adhesiva y alguna que otra cosa mas.
Los demás detalles carecen absolutamente de importancia frente al brutal impacto que sentí cuando al bajar del coche comprobé como todo el edificio parecía venirse abajo como consecuencia de los zambombazos que sonaban en mi casa; por la ventana salía una tremenda polvareda, y cuando por fin se detuvieron los golpes por un momento, pude ver la pared opuesta de la habitación contigua a través de la ventana del salón. Les aseguro que no fue tan duro como imaginé.
Subir a casa, entrar, ver el espectáculo del polvo cubriendo muebles, cascotes cubriendo el parquet del suelo mientras el especialista me miraba sonriente satisfecho se su obra, me generó unas tremendas ganas de coger un lanzallamas, ponerme el disfraz de Rambo y abrir fuego (nunca mejor dicho) contra cualquier espécimen vivo que tuviese cercano, pero, como buen esquiador que ve venir hacia el un alud, tomé aire, me contuve y dejé que pasase la avalancha preliminar.
Al tirar el tabique, resultó que los suelos de ambas habitaciones no cuadraban, e iba a quedar aquello en estado lamentable: vamos que por mucho que lo intentásemos se iba a notar mucho por tanto, a grandes males, grandes remedios: vamos a poner tarima flotante ¡Tachan!. Si si, luego en la puerta una pequeña tira para evitar el salto y como nuevo. “Por cierto ¿has visto como tienes las puertas? Yo no digo nada, pero se va a notar mucho que no son nuevas Hay unas preciosas en un almacén que te las dejarían a muy buen precio ... mira, mira el catálogo...” Esto me decía el especialista, y yo me decía a mi mismo “¡que necesidad tenía yo de esto!¡porqué no me habré propuesto algo mas sencillito como dejar de fumar –no fumo-, o ir al gym –ya voy-, o aprender inglés –loro viejo no aprende a hablar-, o leerme El Quijote! pero uno es como es, y ...”a ver esas de roble con cristal lavado estan muy bien: ponmelas”
La pared estaba en el suelo hecha trocitos (por cierto, no sabia yo que primero se tira en trozos grandes y ya en el suelo, se tritura) cuando suena el teléfono (“¿que tal la obra chiquitín?¿que ademas vas a poner puertas? Pero ¿no decías que el vecino no te deja dormir con la secadora?¿porqué no te decides y lo aislas? Un aislante termoacustico –que precisión, oiga- recubierto de Pladur y fantástico: total por cuatro duros).
El especialista miraba y escuchaba sonriente: sus ojos parecían los del Tío Gilito cuando le aparecían dos símbolos de dólar en los ojos (“¡anda que no es pardillo este –es decir, yo- ni nada! Pensaría).
Mi colega, insistía: “...si si, mi hermana los puso también en la pared: ¡como cambió la habitación, que maravilla, además no veas lo que ahorrarías en calefacción sin ruidos y luego pones una estantería dinámica...” palabras que resonaban en mi cerebro como los bajos de un órgano en una catedral gótica. Recuerdo vagamente la palabra vidriera (luego comprenderán porqué) Cuando colgué ya estaba junto a mi el especialista con el catalogo de aislantes y pladures.
Eran las seis de la tarde cuando los especialistas se fueron por la puerta que había venido, y yo quedé solo, dudando entre echarme a dormir o poner un poco de orden. Puesto que la cama estaba absolutamente llena de trastos, elegí la segunda de las opciones. El salón era mas grande, tenia una puerta más, una pared menos y cincuenta sacos de escombro dormían en la calle en dos telesacos.
La tranquilidad duraría poco.

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